Vamos al Punto – Enrique Saenz
La vida política de Daniel Ortega, que inició hace más de 50 años, está marcada por la violencia armada. Por esta razón, su visión, su interpretación y su acción política tienen como base la perspectiva de la guerra. Solamente entiende de vencidos y de vencedores. Todo recurso o estratagema es válida. No hay principios ni límites morales. Todo vale.
Desde esa perspectiva, la paz no es la paz que deriva de la concordia. La paz es la paz de los sepulcros.
El consenso no es más que un truco para estafar a sus contendientes. La convivencia democrática solo tiene sentido con el sometimiento del adversario o de los gobernados. El respeto a las leyes solamente es un arma para castigar opositores, quebrantar voluntades, o un estorbo que se puede patear o colocar según la conveniencia del momento. El adversario es un enemigo a someter. La legitimidad en el ejercicio del poder, es una palabra boba. La legitimidad emana del ejercicio crudo y rudo del poder mismo. El poder se justifica a sí mismo por su ejercicio real.
En fin, para esta concepción bélica de la política, la democracia es una fachada que sirve únicamente para encubrir o adornar, que se quita o se pone según las necesidades o las ventajas que pueda ofrecer.
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Es natural entonces que en su discurso del 15 de septiembre afirmara que las protestas ciudadanas de abril fueron una guerra. Y si bien en distintos comentarios ya habíamos argumentado que para Ortega la política es la continuación de la guerra por otros medios, no dejó de extrañar que lo confesara públicamente.
Como la memoria a veces es traicionera, hagamos un breve repaso:
Ortega entró a la política siendo un muchacho, en la década del sesenta, por la vía de las acciones armadas, asaltando bancos y tiroteando agentes del somocismo. Lo capturaron, fue condenado y guardó prisión por 7 años. Fue liberado por una acción armada. En diciembre de 1974 un comando del Frente Sandinista se tomó la casa de “Chema Castillo”, un jerarca del somocismo, donde se realizaba una recepción. Los rehenes fueron intercambiados por prisioneros sandinistas. Entre ellos estaba Daniel Ortega.
Más tarde, en 1979, llegó al poder por la vía de una insurrección armada. Y se mantuvo a lo largo de la década del ochenta en medio de una guerra civil que dejó decenas de miles de muertos. Muertes en el lado de la Resistencia y muertes en el lado de quienes defendían la revolución, principalmente jóvenes del servicio militar que fueron obligados a matar y a morir en una guerra que no era de ellos.
Con la economía en ruinas, el apoyo de la Unión Soviética en cero, con las reservas de carne de cañón agotadas, el Frente Sandinista no tuvo otra alternativa que aceptar elecciones y sus resultados. No es que fuera una vocación o determinación democrática. No nos engañemos. Era un recurso de sobrevivencia.
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Y llegó el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro, el cual fue recibido con asonadas, quemas de buses, barricadas a lo largo y ancho del país. Y muerte. Los contemporáneos de la época seguramente recordarán cómo, a plena luz del día, en 1993, y frente a las cámaras de televisión, un sujeto, con un fusil de guerra tomó posición de tiro y disparó a una distancia de más de cincuenta metros, e impactó en pleno pecho al jefe policial, Saúl Álvarez. El asesinato de Arges Sequeira, presidente de UPANIC, es otro ejemplo. Para no mencionar las más de 500 ejecuciones o muertes misteriosas de combatientes de la Resistencia, según consta en el informe final de la CIAV OEA.
Asonadas. Amenazas. Secuestros. Pactos. Y muerte.
Y así llegamos a las elecciones del 2006, ocasión en la que funcionó 35% como porcentaje necesario para ganar la elección presidencial, concedido por Alemán en el pacto, más el 8% de los votos que nunca se supo en qué quedaron porque no se dieron a conocer.
Tampoco podemos enredarnos de que la violencia represiva comenzó en abril del 2018. Hubo atropellos y también muertes. Solo recordemos Santo Domingo, Mina El Limón, Bonanza, El Carrizo, la masacre de la Cruz del Río Grande, en la que el ejército arrebató la vida a los dos hijos adolescentes de Elea Valle, casi niños, o las elecciones municipales del 2017 donde también hubo garroteados, encarcelados y también muertes. Siete muertes en noviembre del 2017 en esas elecciones. Hasta yo alcancé terminación en el 2008, cuando las mismas turbas paramilitares del presente quemaron mi carro y agredieron a los nicaragüenses que intentaban manifestarse pacíficamente, en León.
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Compartimos estas reflexiones y estos relatos, no porque pensemos que para derrotar a Ortega debamos acudir a la violencia. Absolutamente no. Exactamente, al contrario. La violencia armada a lo largo de nuestra historia solo ha dejado destrucción, luto, dolor, atraso, enconos y heridas sangrantes. Aunque el camino pueda resultar más complejo, la resistencia pacífica representa una oportunidad para romper con los ciclos de violencia acumulados a lo largo de nuestra historia. Está demostrado que las luchas pacíficas tienen más probabilidad de triunfo que las luchas violentas.
Compartimos la reflexión y el relato porque hay quienes parecen querer olvidar la determinación de Ortega de aferrarse al poder, cueste lo que cueste, y su estrategia de guerra. Olvidarlo es ingenuidad, en el mejor de los casos. O irresponsabilidad, o claudicación, o simple y llanamente complicidad.
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