“No despreciemos nuestros orígenes”

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Feliciano, un campesino muy trabajador, tenía un hijo llamado Juan, Feliciano deseaba que el muchacho tuviera una profesión y lo mandó a estudiar a la ciudad. Pasó el primer año escolar y llegaron las vacaciones. Juan regresó a su casa en medio de la alegría de toda su familia. Sin embargo, a los pocos días, Feliciano empezó a preocuparse un poco, porque su hijo parecía estar demasiado orgulloso de haber vivido en la ciudad. Una mañana el campesino llamo a Juan y le dijo:

– Hoy empezamos la cosecha y necesito que nos ayudes. Busca un rastrillo y ven conmigo.

El muchacho no quería trabajar y contestó:

– Rastrillo… rastrillo… ¿Qué es un rastrillo?

– ¿Te estás burlando de mí, Juancito? – le preguntó Feliciano.

– No, papá. – respondió muy serio el chiquillo, y agregó:

-Lo que pasa es que se me ha olvidado que es eso. Tú sabes que en la ciudad no se usan esas herramientas.

Feliciano no dijo más, pero se quedó muy triste por el comportamiento de su hijo. En seguida empezó a prepararse para ir a trabajar.

“De esta ya me salvé”, pensó Juan y tranquilamente se puso a jugar con su perro en el patio. El muchacho correteaba de un lado para otro y el animalito lo seguía brincando alegremente. Pero el juego no duró mucho. En un descuido Juan pisó con fuerza los dientes de un rastrillo olvidado en un rincón del patio. Al dar el pisotón, el mango del rastrillo se enderezó violentamente y le dio al chavalo un tremendo golpe en la cabeza.

Juan gritó furioso:

– ¿Quién ha sido el tonto que dejó este rastrillo aquí tirado?

Su padre, que en ese momento pasaba por allí camino a su trabajo, alcanzó a oír la exclamación de su hijo y se volvió para decirle:

– ¿De modo que empezaste a recuperar la memoria? ¡Qué bueno! Cómo ya has vuelto a saber lo que es un rastrillo, recógelo y vente conmigo. Yo te ayudaré a que recuerdes para qué sirve y cómo se usa.

Adolfo Miranda Sáenz

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