La coronación de Carlos III

Adolfo Miranda Sáenz

El mundo presenció por televisión la coronación de Carlos III de Inglaterra. Rey de 56 naciones y 2.600 millones de personas de la Commonwealth o Comunidad Británica: la asociación que forman los países del Reino Unido y varias de sus anteriores colonias; algunas desarrolladas como Canadá o Australia, y otras pobres y atrasadas de Asia y África.

Me asombró el exagerado derroche de lujo, pompa y exhibicionismo, el afán por ostentar poderío y riqueza, la desproporcionada solemnidad y la reverencia —mezcla de religión y tradiciones antiguas— inapropiadas para un hombre sin méritos ni grandeza, cuya vida ha sido muy cuestionada, lejos de ser ejemplar ni digna del orgullo de nadie por muy de oro que fuera su carroza o por muy grandes que fueran los diamantes y demás piedras preciosas que adornan su corona.

Fue imposible no recordar en tal ceremonia a dos presentes a pesar de estar ausentes: Diana de Gales, muerta en condiciones trágicas y no del todo claras. Ocupó su lugar la ambiciosa Camila Parker, deslucida y fuera de lugar. Una mujer cínica usurpando lo que no le correspondía, una adúltera con falta de vergüenza que destruyó el matrimonio de Diana con el inútil, vacilante, inestable y vanidoso Carlos. Lady Di es recordada por su nuera Kate de Gales en algunos detalles frecuentemente usados, como los pendientes de Diana que Kate, siempre radiante, usó en esta ceremonia. La otra ausente pero presente fue Megan Markle, Duquesa de Sussex, esposa del príncipe Harry. Megan ha sufrido humillaciones de algunos encumbrados en la petulante familia real inglesa por ser mulata.

Sabemos que el Reino Unido es hoy una democracia cuyo gobierno lo ejerce un Primer Ministro. Pero el rey (sobre todo en Inglaterra) tiene un peso grande como Jefe de Estado y una influencia que surge de la historia y la tradición. El mundo debería esperar que Carlos, como rey de tantos países dejados en la miseria por la corona británica que hoy ostenta con tanta parafernalia, ejerza su influencia ante el gobierno y el parlamento del Reino Unido, para que se desarrollen esos países.

El imperio británico, obligado por las circunstancias de un mundo moderno y más interrelacionado que repudia el colonialismo después de la Segunda Guerra Mundial, se vio obligado a permitir la independencia de sus colonias; por eso, la hoy difunta Reina Isabel II creó la Commonwealth como un poderoso vehículo para seguir ejerciendo influencia sobre las antiguas colonias, donde —en muchas de ellas— las empresas inglesas y trasnacionales siguen explotando sus recursos.

La miseria reina en países que fueron colonias británicas. Por supuesto que no en donde los colonos extinguieron o segregaron a los nativos, como Canadá o Australia, que han conservado riquezas porque los dueños son descendientes de los mismos colonizadores ingleses. Pero en muchas ex colonias británicas de África y Asia, unas de la Commonwealth y otras no, reina la pobreza.

No se puede ocultar hasta qué punto las prácticas invasoras, violentas y explotadoras, continúan afectando la vida cotidiana y las perspectivas de miles de millones de personas en la actualidad. A pesar de los argumentos de que los países empobrecidos deben seguir adelante, usar su potencial y dejar de insistir en los errores históricos, el destino de los países que sufrieron explotación y saqueo sigue estando ligado al pasado. Hay que arrojar luz sobre las crueles sombras del pasado. Es la única forma de procurar que las desigualdades existentes no se amplifiquen ni perpetúen.

Querer olvidar la forma en que el pasado afecta el presente y condiciona el futuro es una manera inhumana de ver la realidad. Los países que sufrieron la esclavitud, el colonialismo, la explotación del pueblo obligado a trabajar para un imperio desde niños, impedidos de estudiar, de progresar, sufriendo el inmenso saqueo de sus riquezas, fueron moldeados por ese pasado y hoy viven sus consecuencias. Esto es aplicable para las colonias británicas, pero también francesas, belgas y de otros países.

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