Los 100 metros son algo más que una prueba, una especialidad del atletismo. Establecen una unidad de medida para el ser humano, porque tienen la capacidad de decidir quién es el hombre más rápido. Es un valor absoluto, frente a otros que admiten la carga de la subjetividad, incluso de la especulación. La recta del estadio, en cambio, no permite mentira alguna. Tampoco el organismo. En menos de 10 segundos, alcanza sus límites. Usain Bolt no es, únicamente, quien ha llegado primero al final de esa recta en Río, por tercera vez en unos Juegos Olímpicos. Es quien lo ha hecho más rápido en toda la historia. Por ello, no hay que tener prisa en abandonar este lugar. Los afortunados que lo hemos visto correr su último 100 en unos Juegos, debemos retener cada imagen, cada detalle, alimentar la memoria con las escasas 40 zancadas de un hombre que corre como un dios, camino de un lugar impredecible. Es el futuro.
En Río no fue tan rápido como en Pekín (9.69) o en el Mundial de Berlín, un año después, donde dejó el récord en 9.58. Ni siquiera como en Londres (9.63). Boltcruzó la meta en 9.81, una marca excepcional aunque no sea lo que el jamaicano recuerde de su tercer título olímpico. Eso no importa. Bolt sabe que ese récord, ese valor absoluto es suyo, y lo saben quienes le observan, incluso los rivales que le acechan, como era el caso de Justin Gatlin, todo el año por delante en las referencias, pero vencido en el día señalado. Estuvo en cabeza hasta los 80 metros, aproximadamente, gracias a la mala salida del campeón, pero en los 20 restantes se impuso un talento inalcanzable para los demás. Para Gatlin, a sus 34 años y después de dos positivos por dopaje, esta plata tiene algo de redención. Para muchos de quienes lo vieron correr, es un insulto.
Como le sucede a Michael Phelps, del que recoge el laurel olímpico, como grandes iconos de los Juegos, Bolt mantiene el dominio de la escena sin ser inmune al paso del tiempo, inexorable incluso para los campeones. Son también como los grandes actores. Ni el nadador, ni el atleta, han estado en sus mejores marcas, pero han estado en su sitio. Phelps ha cumplido 31; Bolt cumplirá 30 el día que Río cierre el telón.
Amenaza en semifinales
Las semifinales ya dieron una medida de su excepcional puesta en escena, favorecida por los gritos de un público menos atlético, quizás, pero entregado a este ídolo de todos. Para ser de Bolt no hace falta un bando, equipo o país. Es su ventaja. A sus carreras se asiste como al lanzamiento de naves espaciales. En Pekín, Londres o Brasil, porque sus zancadas hacen avanzar también al ser humano. En la experiencia de ver correr a Bolt hay algo tribal, como si se siguiera al rey de la manada, y algo científico, por la expectativa matemática. Si hubiera que definirlo de alguna forma, la más acertada sería la de calificarlo como el campeón global.
Bolt, en las semifinales, se señaló el nombre, se posó en los tacos y, de pronto, el disparo resonó por una salida falsa. En el siguiente, saltó de los tacos más tarde que la mayoría, con sus dificultades en los primeros apoyos, para dominar la prueba antes de lo previsto. Miró y controló, a pesar de lo cual concluyó en 9.86. Si existía alguna duda, la despejó. Con su tren arrastró al canadiense Andre de Grasse hasta los 9.92. Gatlin lo observó mientras calentaba. Cuando se posó en los tacos, ya sabía a lo que se iba a enfrentar. Dominó su semifinal con 9.94, ocho centésimas más que Bolt y se fue al túnel sin dejar de correr. De ahí a la final, más de una hora de miradas esquivas en la pista de calentamiento. Las fibras de los ‘sprinters’, como un tejido estirado hasta el extremo, necesitan de esa preparación, porque el músculo de los más rápidos es también el más frágil.
Problemas en la salida
En la salida, Bolt siempre sufre desventajas, también en Río, debido a su altura. En sus inicios era un corredor de 200, prueba en la que tomó parte en las series de Atenas, con 17 años. Su 1,95 y su estructura lo convertían, incluso, en un biotipo muy indicado para el 400, pero a medida que adquirió jerarquía, Bolt probó el 100, de común acuerdo con su entrenador Glenn Mills, y los resultados fueron sorprendentes a mediados de 2008. Cada prueba era como un bocado a su marca hasta el primer récord del mundo (9.69) y el oro en Pekín.
Esos problemas en los primeros apoyos se reprodujeron este año, debido a lesiones que le impedían tomar riesgos en esa parte de la carrera. Como era de esperar, en la final también partió por detrás de Gatlin, un ‘sprinter’ más uniforme, que resistió al jamaicano más tiempo del habitual. Fue meritoria, pero fue inútil, en una carrera con ligero viento a favor (0,2 metros por segundo) y donde seis hombres bajaron de 10. Esta pista, como ya demostró Elaine Thompson en el 100 femenino o el nuevo recordman de 400, Wayde van Niekerk, está hecha para correr.
Tres títulos consecutivos
Bolt, longilíneo, no es una excepción en el sprint, donde ya no abundan, como en los 80 y 90, los velocistas tan musculados. Digamos que era otra época, por ser eufemísticos. Carl Lewis o Calvin Smith, aunque con menos altura, poseían un físico similar. Todavía le restan carreras por disputar, pero las mejores ya están cubiertas, con sus tres títulos consecutivos en 100, algo que nadie había conseguido. Descalzo, recorrió el tartán de Río para despedirse de una escena que lo ha disfrutado y lo ha querido como a nadie. El ‘sprint’ olímpico se queda huérfano, pero jamás lo estará en la memoria de quienes vimos correr a Bolt, de quienes comprobamos en la pista dónde están los límites del ser humano. Todavía puede ampliar su leyenda en Río con la triple corona consecutiva en los 200 metros y el relevo 4×100.
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