Tras los pasos de Cuba y Venezuela, Nicaragua con destino al fracaso, asegura el diario estadounidense El Nuevo Herald en un reportaje.
En junio de 1979, las fuerzas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) comenzaron la llamada “ofensiva final”. En su avance hacia la capital fueron liberando las ciudades de Estelí, Matagalpa, Chinandega y León. Cuando al fin el día 19 de julio entraron a Managua, ya Anastasio Somoza había abandonado el país al igual que Francisco Urcuyo, presidente del Congreso Nacional. Una dinastía que había durado 45 años se derrumbaba y comenzaba, con la instauración de una Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, lo que se conocería como la etapa de la Revolución Sandinista.
El primer coordinador de aquella Junta, que hacía las veces de presidente, se llamaba Daniel Ortega. Volvería a serlo en varias oportunidades más porque nunca permitió que otros comandantes sandinistas retaran sus continuas candidaturas. Su vocación totalitaria aún estaba en ciernes, pero ya podían advertirse las ambiciones de poder. Lo que nadie pudo imaginar en aquel entonces fue que quien había luchado tanto por acabar con la dinastía de Somoza intentase, casi 40 años después, implantar una nueva: la suya propia.
En efecto, hoy, mientras Cuba regresa a las tinieblas del “período especial” y Venezuela se hunde irremediablemente junto con los despojos ideológicos del Socialismo del Siglo XXI, Daniel Ortega parece estar diseñando para Nicaragua un destino similar al de esas dos fracasadas naciones. Es difícil imaginar cómo un gobernante pueda querer para su pueblo un futuro semejante. Sin embargo, eso es precisamente lo que Ortega está haciendo; aunque con un doble propósito: perpetuarse en el poder y garantizar dinásticamente su traspaso. No por filiación, como hizo Somoza con sus hijos, sino por lazos matrimoniales, como piensa hacer a través de Rosario Murillo en la vicepresidencia.
El plan, concebido con gran meticulosidad, no ha dejado nada al azar. Es lo que opina Daniel Zovatto, director regional para Latinoamérica y el Caribe del Instituto Internacional para la Democracia (IDEA) quien, consultado por El Nuevo Herald, dijo: “Esto es algo que Ortega viene fraguando desde que regresó al poder en 2007 y logró que se enmendara el Artículo 147 de la Constitución que expresamente prohibía que un político ocupara la presidencia de la República en dos períodos consecutivos y en más de una ocasión”.
Una opinión similar es la de Jason Marczak, director de la Iniciativa de Crecimiento Latinoamericano en el Centro de América Latina Adrienne Arsht del Atlantic Council, quien expresó: “Lo que está sucediendo hoy en día en Nicaragua no es nada nuevo. Es decir, no ha sucedido de la noche a la mañana. Daniel Ortega ha ido socavando la ya de por sí frágil democracia nicaragüense desde que llegó al poder”.
Con la reelección indefinida legalmente garantizada, el plan ha seguido su curso. Primero, el Congreso Nacional Sandinista, celebrado el 4 de junio pasado, lo eligió una vez más como candidato a la presidencia en las próximas elecciones de noviembre y le otorgó la potestad de elegir a su vicepresidente. El segundo paso fue ejecutado por la Sala Constitucional de la Corte Suprema cuando, en una movida que muchos consideran le abre las puertas a la inestabilidad política, le retiró la representación jurídica del Partido Liberal Independiente a Eduardo Montealegre y se la otorgó a Pedro Reyes, quien es considerado un aliado del gobierno.
“Lo que Daniel Ortega busca”, explica Zovattto, “más que un régimen de partido único, es uno de partido hegemónico, en el que otras instituciones políticas pueden aspirar a la presidencia, pero sin posibilidades reales de ganar. Es decir, parecido al PRI mexicano de las décadas anteriores al año 2000”, destaca El Nuevo Herald.
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