Centroamérica hoy ¿retorno al pasado?

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Por Enrique Sáenz

Por encima de las particularidades de cada país centroamericano, la realidad es que hay múltiples vasos comunicantes que enlazan los destinos de nuestras pequeñas naciones.

Ha sido así a lo largo de la historia, lo es en el presente y, tal como van las cosas, también es la tendencia hacia el futuro.

Para las nuevas generaciones, o para quienes ya lo olvidaron, no está de más hacer un repaso sobre los tiempos recientes:

La década del sesenta se inauguró con promesas alentadoras. Fueron los tiempos de esplendor del mercado común centroamericano, que dinamizó y modernizó las economías, estrechó vínculos, propició el surgimiento de nuevos grupos empresariales y sectores medios, y alentó esperanzas de que un futuro mejor se abría para los centroamericanos.

Sin embargo, persistieron las injusticias sociales y, especialmente, las cadenas políticas. Centroamérica estaba erizada de bayonetas pues en todos los países gobernaban militares.

En la década del setenta, en Honduras, tres militares, uno detrás de otro, Oswaldo López Arellano, luego Juan Alberto Melgar y más tarde Policarpo Paz.

En El Salvador, en la misma década, otros tres militares, uno detrás de otro, Fidel Sánchez, Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero.

Si pasamos a Guatemala, también en la década del setenta, encontramos a otros tres militares, uno detrás de otro: Carlos Manuel Arana, Eugenio Laugerud García y Efraín Ríos Montt.

Prácticamente todos alcanzaron el poder por la vía de golpes militares.

En Nicaragua, salvo el breve tiempo del triunvirato inventado a partir del pacto entre Somoza y Agüero, el general Anastasio Somoza Debayle estuvo al frente del país prácticamente durante toda la década del setenta.

La diferencia la marcó Costa Rica. Los costarricenses, después de la guerra civil de 1948, pudieron refundar el Estado, eliminar el ejército y establecer las bases de un proyecto nacional que tuvo como fundamentos la democracia, la educación, gobiernos civiles y elecciones libres.

En la década de los ochenta ardió la pradera. Teniendo a Nicaragua como ombligo, la crisis estuvo a horas de desencadenar una guerra regional, con participación de los dos bloques político militares de la época, encabezados por la Unión Soviética y Estados Unidos. A lo largo de la década del ochenta y parte de los noventa se sufrieron cruentos enfrentamientos armados en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, mientras Honduras y Costa Rica no pudieron escapar de la borrasca, pues sus territorios fueron utilizados como plataformas de confrontación.

Después de arduas negociaciones los presidentes centroamericanos lograron concertar los acuerdos de Esquipulas, que permitieron abrir una ruta para alcanzar la paz, confinar a los militares a sus cuarteles e iniciar procesos de transición a la democracia, con base en procesos electorales libres.

Esta ruta se transitó, primero en Honduras, después en Nicaragua y más tarde en El Salvador y Guatemala.

Y los pueblos centroamericanos pudieron respirar aires de libertad y de renovadas esperanzas.

Los procesos electorales se instauraron como práctica para cambiar gobiernos de manera pacífica. Se instaló la no reelección como principio para poner freno a las tragedias, y comenzaron a edificarse instituciones democráticas.

Hasta que el bote volvió a ser agujereado por debajo de la línea de flotación.

De nuevo, la cadena se rompió por el eslabón más débil. Ortega, acabó con la democracia, pulverizó procesos electorales, aplastó el Estado de Derecho e instauró un régimen totalitario.

En Honduras, se pasó de un golpe de Estado a la anulación de la reelección, a las acusaciones de fraude electoral para terminar con la esposa y un hermano de un expresidente presos, un hermano del actual presidente, también preso, acusados de narcotráfico. Y el mismo presidente Hernández, ahora aparece embadurnado.

En Guatemala, el presidente y la vicepresidente fueron destituidos a causa de la corrupción, pero las movilizaciones populares y los anhelos de cambio naufragaron al elegir un payaso que resultó más corrupto que sus predecesores. El sistema está podrido.

En El Salvador, la institucionalidad todavía resiste. Pudieron realizarse elecciones en las que Bukele rompió el bipartidismo entre Arena y el Frente Farabundo Martí. Pero todavía no está claro hasta donde va a poder llegar.

Esta vez, Costa Rica tampoco se salva del vendaval. El modelo político, económico y social que tanto bienestar y estabilidad produjo a la sociedad costarricense muestra claros signos de agotamiento y todavía no se vislumbra un proceso que permita ajustar el modelo antes de que naufrague.

Y por debajo de las viejas taras de desigualdad, atraso, violencia e injusticia, emergen nuevas amenazas como el crimen transnacional y el narcotráfico. La violencia social se agudiza y al taponearse la vía de escape que representaban las migraciones hacia Estados Unidos, el riesgo de mayores deterioros está a la vuelta de la esquina.

El horizonte centroamericano está nublado. Se requieren nuevos liderazgos, nuevas visiones y nuevos impulsos para emprender una reflexión regional que desemboque en una propuesta de cambio democrático que neutralice la crisis que tenemos encima y ofrezca horizontes más propicios a las generaciones presentes y futuras. Y se requiere una perspectiva regional porque de manera individual difícilmente podrán nuestros países enfrentar los graves desafíos que se ciernen.

Dentro dos años cumplimos 200 años de independencia. Es momento de lucidez, sensatez y planteamientos visionarios.

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