Por Enrique Sáenz
En la vida de los pueblos hay realidades que permanecen, otras realidades que se desgastan con el tiempo hasta terminar desfiguradas, y otras que desaparecen, y desaparecen para siempre. Lamentablemente, hay unas que desaparecen pero, como una condena fatal, resurgen de nuevo.
En otros tiempos, los días 17 de julio se conmemoraban como Día de la alegría. Se celebraba la salida de Somoza del país. Muy pronto, al partirse la sociedad en bandos confrontados, la celebración se convirtió en símbolo de discordia. Y más tarde, se fue desgastando hasta transformarse en una conmemoración insulsa. En el presente, el llamado Día de la Alegría, expresa una pantomima siniestra.
Porque se trata de una aberración histórica celebrar la caída de un tirano, cuando el pueblo sufre de una nueva tiranía.
Es importante rememorar los hechos de julio de 1979 porque no perdemos la esperanza de que, finalmente, como pueblo, podamos aprender las enseñanzas de la historia
Hace 40 años, en un día como hoy, salió de Nicaragua, para nunca más volver, Anastasio Somoza Debayle, el último gobernante de la dinastía somocista, que se entronizó más de cuarenta años en el poder.
El imaginario popular recoge principalmente los episodios de la guerra, pero detrás de las cortinas de balas se desarrolló toda una trama política.
La administración del presidente norteamericano de esa época, Jimmy Carter, y la dirigencia del Frente Sandinista, llegaron a un acuerdo para poner fin a la guerra y abrir un proceso de transición a la democracia. Ese acuerdo incluía, entre otros, los siguientes puntos: el reconocimiento de la Junta de Gobierno, la depuración y preservación de la Guardia Nacional y la sobrevivencia del partido liberal nacionalista. El acuerdo abría un escenario nuevo: sin Somoza, pero con somocismo, más la incorporación de la nueva realidad de poder que representaban las fuerzas sandinistas. Un nuevo actor político y militar, dotado de legitimidad y poder.
Anastasio Somoza en su libro de memorias titulado “Nicaragua traicionada” escribe, refiriéndose a esos hechos: “yo fui traicionado por un aliado de muchos años en quien confiaba…Nicaragua fue traicionada”.
Para Somoza, él era Nicaragua. Confundía su persona y sus intereses, con el país.
Décadas más tarde presenciamos la mismísima confusión. Ortega habla a nombre del pueblo. Del pueblo presidente. El pueblo es él. En sus cuentas, claro.
Somoza narra sus sentimientos, antes de montar en el helicóptero que lo conduciría al aeropuerto y dice: “Al contemplar por última vez las luces de Managua, me corrieron las lágrimas por las mejillas…No era que en aquel momento yo estuviera teniendo lástima de mí mismo…Sentí profundamente todo el buen trabajo que habíamos realizado en Nicaragua y que se había desvanecido como el humo…”.
Ninguna palabra autocrítica. Ningún sentido de responsabilidad. El dictador era insensible a los ríos de sangre en que se anegaba Nicaragua. El aferramiento al poder produce tal ceguera que los dictadores pierden todo sentido de la realidad.
Y así ocurre con Ortega, para quien Nicaragua era un paraíso antes del 19 de abril hasta que golpistas y terroristas desbarataron su portentosa obra. Para Somoza, los Sandino comunistas desbarataron su paraíso. Así llamaba a los combatientes del Frente Sandinista.
Volviendo al acuerdo de transición, se contemplaba que el Congreso somocista elegiría un presidente, el cual cumpliría el papel de trasladar el poder a la Junta de Gobierno. La Junta estaba formada por 5 miembros que representaban a distintos sectores del país: Moisés Hassan, Daniel Ortega, Violeta Barrios de Chamorro, Sergio Ramírez y Alfonso Robelo.
Somoza designó para cumplir esa misión a Francisco Urcuyo Maliaños, quien, en efecto. fue electo por el Congreso somocista. Hasta ahí todo iba conforme lo convenido, pero ¨el tal Urcuyo¨, una vez con la banda presidencial en su pecho, agarró la vara, ignoró el acuerdo y declaró que, como ¨presidente constitucional¨, concluiría el período de Somoza y entregaría la presidencia hasta mayo de 1981.
En su único discurso presidencial declaró “Como presidente de la república, excito a las fuerzas irregulares a deponer las armas, no ante nada ni ante nadie, sino ante el altar de la patria”.
Ese anuncio derrumbó los compromisos y precipitó la debacle, la guardia, sin liderazgo, se desbandó. El virus de la presidentitis trastornó la mente de Urcuyo y la consecuencia fue entregar al
Frente Sandinista un triunfo militar tan inesperado como total.
Ahora que nos toca tropezar nuevamente con la misma piedra, es preciso recordar la enseñanza que la historia nos ha repetido una y otra vez: la presidentitis, el aferramiento al poder, la confusión en la mente del monarca entre sus intereses y los de la nación, constituyen la fórmula exacta que conduce al mismo despeñadero. Despeñadero y tragedia. Tragedias que terminan siempre pagando los pueblos.
Hoy 17 julio es un buen día para preguntarnos ¿Hasta cuándo vamos a tener que repetir la misma historia? Y para respondernos: Nunca más.
- Comentarista de Radio Corporación
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