No perdamos la esperanza

Imagen: Internet.

Adolfo Miranda Sáenz

Perder la esperanza es caer en la desesperación, algo terrible que nunca debe pasarnos. Es inevitable en este mundo tener problemas y sufrimientos, pero no debemos vivir desesperados. Para los cristianos nuestra esperanza no es solo un concepto, una idea, una palabra o un simple deseo; nuestra esperanza tiene un rostro: el rostro de Jesús que sufrió una dolorosa muerte de Cruz, estuvo en las tinieblas del sepulcro y resucitó con poder y gloria (Marcos 13,26).

La esperanza, por lo tanto, no es algo, sino alguien, tal como San Francisco de Asís exclama en las Alabanzas del Dios Altísimo: “¡Tú eres nuestra esperanza! Y como proclaman los Salmos: “No abandonará a ninguno de los que esperan en Él” (Salmos 33:23).

Es una virtud que nunca decepciona; si esperas, nunca serás decepcionado. Es una virtud concreta, un encuentro. Cada vez que nos encontramos con Jesús en la Eucaristía, en la oración, en el Evangelio, en el prójimo, en la Iglesia, cada vez que damos un paso hacia el encuentro con Él, se fortalece nuestra esperanza. La esperanza necesita paciencia, así como uno necesita tener paciencia para ver crecer de una semilla un frondoso árbol. La paciencia de saber que sembramos, pero que es Dios quien da el crecimiento.

La esperanza no es un optimismo pasivo; por el contrario, es activa como la fe, pues hay que ejercer ambas virtudes en Aquel que creó y hace que se muevan y cambien todas las cosas, desde nuestros cabellos hasta los astros del universo, con el poder soberano del dueño del tiempo. Los cristianos tenemos la dicha de poder ver, en Jesús, el rostro de la esperanza y la certeza de su verdad a través de su palabra, lo cual nos da fortaleza. Pero la esperanza está siempre presente en todas las culturas y en todos los tiempos, y su significado se adapta al pensamiento y a la cultura de los diferentes pueblos, en diferentes épocas y lugares.

En la mitología griega un personaje llamado Epimeteo recibió como regalo de los dioses una compañera: Pandora; dotada con todos los encantos que cada dios tenía. Afrodita le dio la belleza, Hermes el ingenio, Atenea la sabiduría, Apolo las artes… y así, cada uno. Llevaba también Pandora una caja que le envió el rey de los dioses, Zeus, a Epimeteo, pero ordenándole no abrirla jamás.

Pero la curiosidad hizo que Pandora la abriera mientras Epimeteo dormía y de ella salieron todas las desgracias y males que afectarían a la humanidad, y se extendieron por el mundo enfermedades, sufrimientos, guerras, hambre, envidia, ira, odio… ¡todo lo malo! Pero al cerrar rápido la caja algo no pudo escaparse, pudo conservarse en el fondo de la caja la esperanza. Dice la mitología griega que a partir de entonces padecieron todos los individuos y pueblos toda clase de males, pero incluso en medio de los más terribles males, se sigue conservando la esperanza.

Pero en el mito de la Caja de Pandora queda la esperanza como algo incierto. Como la expectativa del futuro y al mismo tiempo el miedo de que siempre sea incierto. Es una promesa que tal vez nunca se haga realidad. En cambio, la esperanza que Dios nos revela en Su Palabra es una certeza. Abraham creía firmemente en la esperanza contra toda esperanza, como dice San Pablo. Abraham, a quien Dios prometió un hijo, en un momento de desconfianza en lugar de exigir el hijo prometido que no llegaba, se vuelve a Dios para pedirle ayuda para seguir esperando. No pidió el hijo, pidió esperanza (Romanos 4:18).

¡Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado! Es la victoria del amor sobre el mal. No evita el sufrimiento y la muerte, pero los atraviesa abriendo un camino, transformando el mal en bien. Dios sabe convertir todo en bien, porque incluso de la tumba saca la vida.

El autor es abogado y comentarista de temas políticos y sociales
www.adolfomirandasaenz.blogspot.com

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