Fabio Gadea Mantilla
Querida Nicaragua: Hay imágenes que perduran toda la vida en el recuerdo. Hace largo tiempo, desde que era un niño, he recordado siempre la impresionante imagen del Jesús Nazareno de la parroquia de la Asunción de Ciudad Segovia, Ocotal, mi pueblo natal. En aquellas semanas santas de antaño recuerdo que visitábamos la iglesia todos los días, especialmente el Jueves y Viernes Santos, cuando todo el pueblo acrecentaba su silencio y su tristeza. Aquellos dos días eran sacratísimos y a nadie se le ocurría hacer el más mínimo trabajo, la vida estaba dedicada a meditar y visitar la parroquia y naturalmente a asistir a las procesiones que eran silencio y oración.
La más impresionante de las procesiones era la del Viacrucis el Viernes Santo. El Nazareno cargando la cruz, con su túnica morada, recibiendo el sol de las once de la mañana y el pueblo de rodillas sobre las calles arenosas cada cincuenta metros rezando las estaciones de rigor.
Actualmente siempre se hace el mismo recorrido y frente a la casa solariega de quien escribe, mis sobrinos se encargan de adornar la calle con preciosos dibujos hechos con aserrín de colores. Cuando el recorrido termina y la imagen llega de nuevo al templo, un devoto se encarga de secar con pedacitos de algodón el rostro humedecido del Nazareno. Esos pedacitos de algodón son repartidos entre los fieles quienes los guardan como reliquias milagrosas.
Nunca se aparta de mis recuerdos aquella imagen del Nazareno, pues desde que era niño cada domingo después de misa me arrimaba a su altar para mirarlo de cerca. Su pelo natural, sus manos, las uñas impresionantemente naturales, sus manos morenas con las venas palpitando de angustia y aquel rostro impresionante, los ojos como perdonando a la humanidad, la boca abierta al dolor como exhalando una rara mezcla de pesadumbre, perdón, amor y mansedumbre, la nariz filosa y palpitante, y la expresión rotunda de un sufrimiento indescriptible.
A veces me aparecía yo en el templo en las horas de la tarde y me detenía frente a la figura del Nazareno. El templo estaba solitario, una o dos ancianas rezando la Hora Santa, un silencio tan profundo que no se oía ni el vuelo de un insecto y yo queriendo resistir la mirada del Nazareno. No podía soportar ni un minuto, me parecía que me iba a hablar. Disimuladamente me arrodillaba y luego salía entre presuroso y acongojado, como un niño con fe pero apenado y con miedo por no haber podido soportar la mirada y el gesto del Redentor del Mundo.
Cada Semana Santa recuerdo al Nazareno de Ciudad Segovia, casi puedo asegurar que no existe ninguno igual en Nicaragua.
El autor fue candidato a la Presidencia de Nicaragua.
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