Adolfo Miranda Sáenz
Cuando hablamos de virtudes debemos pensar en el ser humano real, concreto, porque las virtudes no son cosas abstractas, distanciadas de la vida real. Forman parte de la vida misma de las personas. Por eso, al hablar de la virtud de la templanza (que significa moderación) hablamos concretamente de una persona que sabe actuar “moderadamente”.
Las virtudes en la persona humana están relacionadas entre sí. No se puede ser verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee también la virtud de la templanza o moderación. Esta virtud condiciona a las otras virtudes; pero también las otras virtudes son indispensables para que una persona pueda ser moderada.
Decimos que es moderado el que no abusa de la comida, la bebida o de cualquier otro placer; el que no toma bebidas alcohólicas excesivamente, no adormece su conciencia con las drogas, etc. Pero esta referencia a elementos externos a la persona tiene su origen dentro de la persona misma. En cada uno de nosotros existe un “yo superior” (regido por la razón y la voluntad) y un “yo inferior” donde está nuestro cuerpo y sus instintos, necesidades, deseos y pasiones. La virtud de la moderación garantiza a cada persona el dominio del “yo superior” sobre el “yo inferior”.
Dominar los instintos, necesidades, deseos y pasiones de nuestro cuerpo no significa “anularlos”. Son buenos y necesarios para la vida. Pero dominarlos para usarlos adecuadamente da mayor valor al cuerpo. La virtud de la moderación hace que el cuerpo y sus sentidos aprovechen mejor los instintos y pasiones naturales, permitiendo disfrutar debidamente sin ser dominados por ellos.
La persona moderada es dueña de sí porque las pasiones no predominan sobre la razón y la voluntad. ¡Sabe dominarse! En eso consiste el valor fundamental que tiene la virtud de la moderación. Resulta indispensable para que la persona sea plenamente “humana”. Basta ver a alguien que ha llegado a ser víctima de las pasiones que lo arrastran, renunciando al uso de la razón (como por ejemplo un alcohólico, un drogadicto), y constatamos que “ser humano” quiere decir respetar la propia dignidad y dejarse guiar por la virtud de la moderación.
No significa que una persona virtuosa, moderada, no pueda gozar, disfrutar del placer, ni pueda reír y llorar expresando sus sentimientos; es decir, no significa que deba ser insensible, indiferente, como si fuera de hielo o de piedra. ¡No! ¡De ninguna manera! Es suficiente mirar a Jesús para convencerse de ello. ¡Jamás identifiquemos la moral cristiana con el estoicismo! Dios nos ha dado un cuerpo capaz de experimentar con sus sentidos diferentes placeres, y eso —como todo lo creado por Dios— es bueno. Disfrutar del placer no es malo. Su abuso sí. Podemos disfrutar de todo dentro de los cauces y límites naturales y con moderación.
Esta virtud nos pide una actitud de humildad del cuerpo al someter a la razón y la voluntad el uso de los dones que Dios nos ha dado en nuestra naturaleza humana. Esta humildad es condición imprescindible para la armonía y la belleza interior de las personas. Todos deberíamos reflexionar sobre esto, pero en especial los jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser guapos o bellas para agradar a los otros. Tengamos presente que las personas deben ser guapas y bellas sobre todo interiormente. Sin la belleza interna todos los esfuerzos encaminados al cuerpo no harán —ni de él, ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.
También la belleza se daña si no cuidamos la salud. Cuando falta la moderación nuestro cuerpo sufre daños graves. Esto no necesita probarse: es evidente. No podemos valorar la moderación solo por razones de salud, pero está claro que actuar sin ella nos perjudica y debemos agregar el factor salud a la necesidad de cultivar esta virtud. Necesitamos la moderación para poder vivir felices.
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