Adolfo Miranda Sáenz
La prudencia es una de las principales virtudes que debe tener toda persona humana. Santo Tomás de Aquino la incluyó entre las cuatro virtudes “cardinales” (fundamentales) junto a la justicia, la moderación y la fortaleza. Pensar, actuar y vivir con prudencia es ser sensato y tener buen juicio.
Consiste en saber distinguir lo que es bueno para hacerlo, y lo que es malo para evitarlo. Debemos siempre procurar el bien; por eso, antes de actuar debemos usar nuestra razón para encontrar la acción más adecuada para alcanzar el bien, y así evitar las acciones que puedan llevarnos a hacer el mal. Para formarnos un buen juicio debemos tener en cuenta la memoria del pasado, el conocimiento del presente y prever las consecuencias de las decisiones que vamos a tomar.
Pensar, actuar y vivir con prudencia implica usar adecuadamente la inteligencia con el deseo y el propósito de hacer siempre lo bueno, lo correcto, lo útil y lo necesario. La prudencia es diferente a la astucia, pues los astutos frecuentemente usan la inteligencia para el mal.
También la prudencia es contraria a la temeridad, pues quien actúa con temeridad actúa de manera insensata, sin balancear el beneficio con el costo, ni considerar adecuadamente las posibles consecuencias de sus acciones, produciendo un mal sin conseguir el bien que se deseaba, desperdiciando esfuerzos y pagando costos valiosos inútilmente. No hay que confundir la prudencia con el miedo ni la temeridad con el valor. La Sagrada Escritura enseña: “El prudente ve el peligro y lo evita; el insensato sigue adelante y sufre las consecuencias” (Proverbios 27,12).
La prudencia es un atributo de Dios: “Yo, la Sabiduría, habito con la prudencia, yo tengo la ciencia de la reflexión. Míos son el consejo y la habilidad, mía la inteligencia, mía la fuerza” (Proverbios 8, 12 y 14). “El Señor es el que da la sabiduría, de su boca nacen la ciencia y la prudencia” (Proverbios 2, 6).
La virtud de la prudencia debe acompañarse de la virtud de la humildad; reconocer nuestras limitaciones y saber que no podemos hacer ni lograr todo lo que quisiéramos. Pero al mismo tiempo debemos tener la determinación de actuar de forma rápida y decidida cuando un juicio sensato y sereno indique que se debe actuar y que se puede hacer con buenos resultados para lograr el bien necesario. No hacerlo, en ese caso, sería insensato e imprudente. Pero no debemos buscar el bien a costa de causar el mal, pues es un principio moral fundamental que “el fin no justifica los medios”.
Para desempeñar funciones de responsabilidad como dirigir, guiar, conducir, orientar, enseñar a otros; ser un buen esposo, esposa, padre, madre, administrador, profesional, buen trabajador, jefe, pastor, se debe actuar con sabia prudencia. El prudente piensa, razona, discierne antes de tomar decisiones que pueden afectar su propia vida y la vida de los demás. Sabe cuándo hablar y cuándo callar; cuándo actuar y cuándo no; qué decir o no decir y qué hacer o no hacer. No se deja llevar por sus emociones, sino por la razón. Es paciente, previsor y precavido; no es derrochador, fanfarrón ni chismoso. Las personas prudentes toman decisiones inteligentes, conservan la calma aún en las situaciones más difíciles, jamás ofenden ni pierden la compostura. Valoran las consecuencias de sus acciones y se abstienen de ofender y dañar a otros. “El insensato se enoja rápido; el prudente pasa por alto los insultos” (Proverbios 12,16).
Dios nos dice en las Sagradas Escrituras que si escuchamos sus palabras, guardamos sus mandamientos con sabiduría y actuamos con prudencia, sabremos honrarlo y descubriremos lo que es conocer a Dios (cf. Proverbios 2, 1-2 y 5). Jesús dice: “Todo el que oye mis palabras y las pone en práctica es como un hombre prudente que construyó su casa sobre una roca” (Mateo 7,24).
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