Adolfo Miranda Sáenz
Un importante principio que debe prevalecer como inviolable en toda sociedad es el respeto a la vida humana. Este sagrado derecho que tiene todo ser humano a que su vida sea respetada, se fundamenta en la dignidad de la que está revestido por el solo hecho de ser humano. La dignidad que tiene cada hombre y cada mujer por su condición de seres humanos les otorga los más altos y sagrados derechos existentes, entre los cuales está, en destacadísimo lugar, el derecho a la vida.
Universalmente se reconoce en los seres humanos, como parte de la ley natural, esa especial dignidad por sobre las otras criaturas de la Tierra por su posición superior en la escala evolutiva, por dominar con su inteligencia la naturaleza y por su capacidad de razonar y ser creativo. Asumiendo todo eso, los creyentes vemos la dignidad humana, en primer lugar, en que cada persona es una imagen viva de Dios. El ser humano ha recibido de Dios una incomparable dignidad al ser creado por Él “a su imagen y semejanza” (cf. Génesis 1,26), como lo creemos judíos, cristianos y musulmanes. Además, los cristianos profesamos que, con su encarnación, Jesucristo ha unido lo divino con lo humano, para la redención de la humanidad con su sacrificio en la Cruz (cf. Romanos 14,15; 1 Corintios 8, 11).
Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana; que no es un “objeto” o un elemento pasivo de la vida social, sino, por el contrario, es el “sujeto”, el fundamento y el fin de toda la vida social. El ser humano, al tener la dignidad de ser “persona”, no es “algo”, sino “alguien”. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar. Entre todas las criaturas del mundo visible sólo los humanos somos capaces de conocer a Dios. Creado por Dios para relacionarse con Él, la persona humana tiende naturalmente hacia Dios.
El hombre y la mujer están relacionados con los demás ante todo como custodios de sus vidas: “A todos y a cada uno reclamaré la vida humana”, ha dicho el Creador (cf. Génesis 9,5). Dios exige que se considere la vida humana sagrada e inviolable. El quinto mandamiento: “No matarás” (Éxodo 20,13; Deuteronomio 5,17), tiene valor porque sólo Dios es el Señor de la vida. El respeto debido a la inviolabilidad y a la integridad de la vida física tiene su culmen en el mandamiento positivo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18), con el cual Jesucristo manda a todos y a cada uno a hacerse cargo de la vida del prójimo (cf. Mateo 22,37-40; Marcos 12,29-31; Lucas 10,27-28).
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El respeto a la vida humana, como un principio universal, ha sido consignado en todos los documentos que en la historia y en la actualidad se han formulado sobre los derechos humanos. Para no ser redundante citaré solo uno, el más conocido, “La Declaración Universal de Derechos Humanos” adoptada por la Organización de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que en su artículo 3 dice: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.
Un derecho a la vida humana que es sagrado, inviolable, que estamos llamados no solo a respetar, sino a promover y defender. Es un derecho que implica un deber. Si cada persona tiene derecho a la vida, las demás personas y la sociedad humana organizada desde la familia hasta el Estado, tienen el deber, no solo de respetarla, sino de protegerla y promoverla. Jamás se debe atentar contra la vida humana ni ponerla en peligro.
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